En un día como hoy, pero de 1928 y en Guanajuato, nace Jorge Ibargüengoitia, gran escritor que descubrí recientemente, por ello, dejo aquí un fragmento de "Los misterios del Distrito Federal". De este escritor, aprecio su sentido del humor, a veces algo neurótico, su sarcasmo fino, solté una carcajada con cada uno de sus párrafos, sin embargo, a veces es tan quejumbroso, que me recuerda a una escena de El Guardían Entre el Centeno cuando Holden Caulfield habla de libros y escritores y dice:
Lo que más me gusta de un libro es que te haga reír un poco de vez en cuando (...) los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras.
Muchas veces hubiera querido llamar a Ibargüengoitia , si viviera, muchas otras veces no, porque como les digo, es un poco neurótico.
En fin que éste es un post dedicado a él y no a Caulfield o a mis anhelos amistoso-literarios...
Les dejo un fragmento.
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Sólo para no peatones
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Para comenzar quiero adevertir que todo lo que voy a decir en este artículo es el fruto de las observaciones que he hecho en mi calidad de peatón. Porque soy peatón no sólo irredento sino consumado. Esta circunstancia me proporciona una perspectiva de la que carece la mayoría de los mexicanos quienes en las últimas dos generaciones, por olvido o por complejo de clase, ven pasar la vida como desde un coche.
Por eso estas líneas están dedicadas, con todo respeto, a los no peatones, y tienen por finalidad demostrarles un nuevo aspecto de la realidad.
En primer lugar voy a hablar de los charcos. Los charcos fueron una institución muy conocida y de gran arraigo en nuestro país. Servían de punto de referencia. En Irapuato por ejemplo, solía decirse:
-Se cayó en el charco que está afuera del Casino.
Era un charco que estaba en ese lugar desde junio hasta fines de octubre.
Conozco un libro que en la primera página dice: "Impreso en tal y tal y de venta en la librería de la viuda de Godínez, que está en el Portal Mayor entre la panadería y el charco".
Los charcos servían también de abrevadero, para hacer navegar barquitos de papel, para remojarse los pies, y de criadero de moscos. Eran charcos naturales; el agua que cae y no se resume ni corre, forma charco.
Si en la actualidad los charcos han pasado al olvido se debe, no a que hayan desaparecido, sino a que los grandes cerebros de nuestro tiempo viajan en coche y sus portadores nunca se mojan los pies. Pero los charcos siguen existiendo.
En verdad, se han multiplicado. Aparte de los producidos por la combinación de varios fenómenos naturales, como son la lluvia y la incapacidad congénita de los mexicanos de formar un pavimento que tenga una pendiente racional, existen nuevas especies de charcos cuyas causas son sencillas, aunque no naturales.
En Coyoacán, por ejemplo, en la calle de Centenario, suele aparecer un manantial de aguas que alguna persona piadosa podría considerar milagrosas. En realidad son potables. Al cabo de dos o tres meses de manar, es descubierto por los empleados del DDF, y reparado.
Pero a los seis meses, con una puntualidad diabólica vuelve a brotar. Las aguas corren en parte y en parte forman charco y el charco sirve para que los conductores de vehículos se sientan pilotos de acuaplano y se diviertan viendo las caras que ponen los peatones al quedar empapados.
Otros charcos se deben a la idea que tienen algunas personas, como por ejemplo, los dueños de taquerías, de que "de puertas afuera, todo es ganancia". Riegan generosamente la taquería, espolvorean detergente, frotan el cochambre y expulsan el líquido así obtenido (que no tiene nombre científico) hacia la calle, y una vez, allí, que corra, y si no corre, que se resuma, y si no se resume, que se estanque, no importa. Al fin y al cabo, la taquería ya quedó limpia.
Basta de charcos.
Ahora voy a hablar de banquetas.
Las banquetas mexicanas, que nos parecen tan naturales a los que vivimos aquí, son causa de gran nostalgia para los mexicanos expatriados. Los que viven en Los Ángeles, por ejemplo, cantan una canción muy triste que comienza "Banquetas de mi tierra...etc."
Las primeras banquetas fueron construidas con el objeto de que por ellas transitaran peatones. En la actualidad , y gracias a los adelantos modernos, tienen otros usos. Algunas de ellas sirven para estacionar coches (ver las de Francisco Sosa en Coyoacán, o las de Reforma, cerca del Caballito). Otras sirven para poner puestos de periódicos o jugos de naranja.
Sirven también para que los que están esperando un camión estorben a los que van pasando. O bien, para enterrar en ellas postes de la electricidad, postes del alumbrado, postes del teléfono, y postes que soportan los cables del trolebús. Sirven también para abrir zanjas y poner ductos sin estorbar el tránsito de los coches, estorbándo nomás el de los peatones. Aquí cabe hacer un paréntesis para felicitar al que proyectó unos arbotantes que tienen una base igual al ancho de la banqueta (véase otra vez Francisco Sosa), y al que inventó la idea de poner letreros que dicen "perdone usted las molestias que le causa esta obra" y que deberían contener la siguiente claúsula: "perdone y dé la vuelta con riesgo de su vida".
La originalidad de nuestras banquetas es admirable y se debe, en parte a que el dueño de cada casa hace la banqueta como le da la gana. Que el dueño tiene tres coches y un garaje muy amplio, el peatón camina doce metros por un chaflán de treinta y cinco grados de pendiente; que al dueño le gustan las superficies pulidas, el peatón camina como en patines; que al dueño no le alcanzó el dinero para terminar la banqueta, el peatón camina en el lodazal.
Otro rasgo notable de nuestras banquetas se debe a que hay un pequeño sector de nuestra población que vive de robarse las tapas de las atarjeas y otro pequeño sector que no encuentra en dónde tirar la basura. Estas circunstancias hacen que el peatón vaya pensando: "¿qué encontraré en el próximo agujero? ¿Un perro muerto? ¿Una rata comiendo arroz?". Y más le vale ir pensando esto. De lo contrario, el siguiente transeúnte va a encontrar en el agujero un peatón con la nariz sangrando.
(Julio de 1970)