Más supo el laberinto, allí, a su lado,
de tu secreto amor con las esferas,
mar martillo que gritas en yunques pitagóricos
la sucesión contada en tus olas.
Una tarde inventé el número siete
para ponerle letra a la canción trenzada
en el corro de niñas de la Osa Menor.
Estuve con Orfeo cuando lo destrozaban brisas fingidas vientos,
con San Antonio Abad abandoné la dicha
entre un lento lamento de mendigos,
y escuché sin amarras a unas sirenas que se llamaban Niágara,
o Tequendama, o Iguazú.
Y la guitarra de Rosa de Lima
transfigurada por la voz plebeya,
y los salmos, la azada, el caer de la tierra
en el sepulcro del largo frío rubio
que era idéntico a Búffalo Bill
pero más dueño de mis sueños.
Todo eso y más oí, o creí que lo oía.
Pero ahora el silencio congela mis orejas;
se me van a caer pétalo a pétalo;
me quedaré completamente sordo;
haré versos medidos con los dedos;
y el silencio se hará tan pétreo y mudo
que no dirá ni el trueno de mis sienes
ni el habla de burbuja de los peces.
Y no habré oído nunca lo que nadie me dijo:
tu nombre, poesía.
Monday, February 20, 2006
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