Hoy, veinte años después, se recuerda aquella mañana de 1985 en que un temblor cimbró la ciudad de México causando estragos aún irreparables.
Sobre las cifras, daños, y respectivos percances, no he decirles más, pues son ya conocidos. En este post les contaré lo que recuerdo de aquel temblor.
Mi madre y yo vivíamos en un departamento en la colonia Roma, sin duda, una de las más afectadas de la ciudad. Acababa yo de regresar de Sinaloa, de pasar el verano con mis abuelos, en esas vacaciones me habían regalado una "poltrona" o mecedora, una pequeña silla cuyas patas tenían como base una plataforma horizontal y curva que permitía un movimiento de vaivén, increíblemente relajante para los calores del norte. Recuerdo muy bien cuánto me gustaba pasar el tiempo en la "poltroncita" porque cuando desperté esa mañana de septiembre, pensé que me había dormido en mi silla, el edificio entero se mecía tan cual.
Pasaron varios segundos así, creo que inclusive sonreí, hasta que escuché gritar a mi mami en la recámara contigua. En seguida supe que tenía que salir porque las cosas no estaban bien, y puedo evocar el collage que recuerdo de esa recámara mientras salía corriendo: paredes blancas con algunos cuadros pintados por mi padre -sobre todo ese donde el Pato Donald está disfrazado de mariachi, junto con el Gallo Claudio enzarapado y un Perico supuestamente disfrazado de criollo peruano, creo que se llama Los Tres Compadres-; algunas repisas con libros y juguetes; miré mi pijama, por cierto, vestía una de mis favoritas; los marcos de la puerta también eran blancos; arrojé súbitamente la cobija que me cubría -era un cobertor cuyo estampado consistía en unas zebras, por lo que recuerdo muy bien las rayas negras y blancas, es más, creo haber visto ese mismo cobertor en Sinaloa hace poco-; y el pelo que me cubría la cara, obstaculizaba mi visión, porque lo usaba muy muy largo.
Cuando salí de la habitación, mi mami me indicó que me quedara apoyada en el marco de la puerta, y desde ahí veía como ella hacía lo mismo a menos de dos metros de distancia, a mi derecha; mientras que yo alcancé a ver como la cava que estaba sobre una chimenea, probablemente en la sala, dejaba caer todas las botellas, de las que corría tanto vino tinto, que a mí me daba la impresión de ser parte de un festín digno de Baco, eso, en mi imaginario griego, claro, porque el piso era blanco y ver correr esos ríos de líquido obscuro me parecía tan placentero a la vista... y al oído, como lluvia de cristales...
Entonces la calma llegó, me dio gusto, porque ver la expresión de mi madre empezaba a asustarme, corrió hacia mí, me puso mis tenis y una chamarra y salimos a la calle. Antes, en el balcón, junto a las escaleras -porque estábamos en el décimo piso- vimos un espectáculo horrendo: la casa de al lado se había caido completa, era sólo de un piso, y recuerdo que vivía una viejita muy dulce ahí... No recuerdo qué sentí por ella en ese momento, pero no podía entender por qué mi edificio de 12 pisos no se había caido y aquella casita sí. El espectáculo que nos esperaba en las calles era peor aún, el pavimento destrozado, edificios caidos, gritos, ambulancias, gente corriendo... no recuerdo más por ese día... quizás... alguien decía algo sobre la total destrucción de un tal Hospital Juárez, del cual me parece recordar que había una cabeza de piedra enorme, olmeca o de Benito Juárez -eso no lo recuerdo bien- porque había ido a ver a mi padre ahí alguna vez... y sí, me angustié pensando si él estaba bien ese día.
Muy cerca de donde vivo ahora, hay un parque en donde mi padre tenía su primer consultorio médico, y ahora, cada vez que viene a dejarme a casa -cuando es noche- pasamos por ahí y lo escucho comentar sobre ese edificio que se cayó completo, del cual sólo logró sacar un escritorio -creo- y que hoy en día es el parque Juan Rulfo -justo en el cruce de Avenida Insurgentes y Eje 2 Monterrey-.
Un médico, amigo de mi madre, nos llevó a Chilpancingo, Guerrero, a pasar unos días en lo que se calmaban las cosas con el temblor... recuerdo poco de esos días... creo que sólo podría contarles algunas escenas, como fotografías de esos pintorescos lugares, y quizás algunas comidas: chayotes en mantequilla y lentejas. Aún me gustan muchísimo.
Hace unos días platicaba con mis abuelos en Sinaloa sobre el temblor y me contaron cómo pasaron dos semanas -dooos- sin que tuvieran noticias de mi madre y mías. Mi abuelita, especialemente, pudo recrear su desesperación y la noté muy nerviosa y angustiada, pues me decía: no sabía nada de ustedes, pensábamos lo peor, pensaba yo en mi muchachita -¡esa soy yo!-. Todo eso me lo repitió con su hermoso acento norteño y su tono dulce, de abuelita consentidora. Más aún, me enteré por mis tías que mis abuelos las obligaban a revisar las listas de muertos que publicaban en la televisión durante todo el día, me contaron incluso, detalles sobre los horarios y turnos que cada una debía cubrir.
Sentí tanta angustia de ordenar mis recuerdos y ver lo trágico de ese día, pues cuando era pequeña me pareció incluso divertido ver las botellas caer en el temblor, o sentir que toda mi casa era una poltroncita, que me sorprendí reclamando a mi madre por qué no había llamado a mis abuelos para ahorrarles la preocupación, qué tal un e-mail -le decía-, o un simple mensajito al celular... sólo para que mi madre riera y me respondiera: Pao, no había ningún modo posible de comunicarnos, ¿tú crees que yo quería angustiar a mis padres?
Sobre las cifras, daños, y respectivos percances, no he decirles más, pues son ya conocidos. En este post les contaré lo que recuerdo de aquel temblor.
Mi madre y yo vivíamos en un departamento en la colonia Roma, sin duda, una de las más afectadas de la ciudad. Acababa yo de regresar de Sinaloa, de pasar el verano con mis abuelos, en esas vacaciones me habían regalado una "poltrona" o mecedora, una pequeña silla cuyas patas tenían como base una plataforma horizontal y curva que permitía un movimiento de vaivén, increíblemente relajante para los calores del norte. Recuerdo muy bien cuánto me gustaba pasar el tiempo en la "poltroncita" porque cuando desperté esa mañana de septiembre, pensé que me había dormido en mi silla, el edificio entero se mecía tan cual.
Pasaron varios segundos así, creo que inclusive sonreí, hasta que escuché gritar a mi mami en la recámara contigua. En seguida supe que tenía que salir porque las cosas no estaban bien, y puedo evocar el collage que recuerdo de esa recámara mientras salía corriendo: paredes blancas con algunos cuadros pintados por mi padre -sobre todo ese donde el Pato Donald está disfrazado de mariachi, junto con el Gallo Claudio enzarapado y un Perico supuestamente disfrazado de criollo peruano, creo que se llama Los Tres Compadres-; algunas repisas con libros y juguetes; miré mi pijama, por cierto, vestía una de mis favoritas; los marcos de la puerta también eran blancos; arrojé súbitamente la cobija que me cubría -era un cobertor cuyo estampado consistía en unas zebras, por lo que recuerdo muy bien las rayas negras y blancas, es más, creo haber visto ese mismo cobertor en Sinaloa hace poco-; y el pelo que me cubría la cara, obstaculizaba mi visión, porque lo usaba muy muy largo.
Cuando salí de la habitación, mi mami me indicó que me quedara apoyada en el marco de la puerta, y desde ahí veía como ella hacía lo mismo a menos de dos metros de distancia, a mi derecha; mientras que yo alcancé a ver como la cava que estaba sobre una chimenea, probablemente en la sala, dejaba caer todas las botellas, de las que corría tanto vino tinto, que a mí me daba la impresión de ser parte de un festín digno de Baco, eso, en mi imaginario griego, claro, porque el piso era blanco y ver correr esos ríos de líquido obscuro me parecía tan placentero a la vista... y al oído, como lluvia de cristales...
Entonces la calma llegó, me dio gusto, porque ver la expresión de mi madre empezaba a asustarme, corrió hacia mí, me puso mis tenis y una chamarra y salimos a la calle. Antes, en el balcón, junto a las escaleras -porque estábamos en el décimo piso- vimos un espectáculo horrendo: la casa de al lado se había caido completa, era sólo de un piso, y recuerdo que vivía una viejita muy dulce ahí... No recuerdo qué sentí por ella en ese momento, pero no podía entender por qué mi edificio de 12 pisos no se había caido y aquella casita sí. El espectáculo que nos esperaba en las calles era peor aún, el pavimento destrozado, edificios caidos, gritos, ambulancias, gente corriendo... no recuerdo más por ese día... quizás... alguien decía algo sobre la total destrucción de un tal Hospital Juárez, del cual me parece recordar que había una cabeza de piedra enorme, olmeca o de Benito Juárez -eso no lo recuerdo bien- porque había ido a ver a mi padre ahí alguna vez... y sí, me angustié pensando si él estaba bien ese día.
Muy cerca de donde vivo ahora, hay un parque en donde mi padre tenía su primer consultorio médico, y ahora, cada vez que viene a dejarme a casa -cuando es noche- pasamos por ahí y lo escucho comentar sobre ese edificio que se cayó completo, del cual sólo logró sacar un escritorio -creo- y que hoy en día es el parque Juan Rulfo -justo en el cruce de Avenida Insurgentes y Eje 2 Monterrey-.
Un médico, amigo de mi madre, nos llevó a Chilpancingo, Guerrero, a pasar unos días en lo que se calmaban las cosas con el temblor... recuerdo poco de esos días... creo que sólo podría contarles algunas escenas, como fotografías de esos pintorescos lugares, y quizás algunas comidas: chayotes en mantequilla y lentejas. Aún me gustan muchísimo.
Hace unos días platicaba con mis abuelos en Sinaloa sobre el temblor y me contaron cómo pasaron dos semanas -dooos- sin que tuvieran noticias de mi madre y mías. Mi abuelita, especialemente, pudo recrear su desesperación y la noté muy nerviosa y angustiada, pues me decía: no sabía nada de ustedes, pensábamos lo peor, pensaba yo en mi muchachita -¡esa soy yo!-. Todo eso me lo repitió con su hermoso acento norteño y su tono dulce, de abuelita consentidora. Más aún, me enteré por mis tías que mis abuelos las obligaban a revisar las listas de muertos que publicaban en la televisión durante todo el día, me contaron incluso, detalles sobre los horarios y turnos que cada una debía cubrir.
Sentí tanta angustia de ordenar mis recuerdos y ver lo trágico de ese día, pues cuando era pequeña me pareció incluso divertido ver las botellas caer en el temblor, o sentir que toda mi casa era una poltroncita, que me sorprendí reclamando a mi madre por qué no había llamado a mis abuelos para ahorrarles la preocupación, qué tal un e-mail -le decía-, o un simple mensajito al celular... sólo para que mi madre riera y me respondiera: Pao, no había ningún modo posible de comunicarnos, ¿tú crees que yo quería angustiar a mis padres?
2 comments:
Nada más tú te puedes acordar de tantas cosas. Leí tu post y me dio mucha vergüenza el hecho de que yo sólo recuerdo que estaba viendo la televisión y mi mamá (¿o sería mi papá? Ah, es que estaba yo en la edad en que sólo le ves los pies al adulto reponsable) me dijo: "Quítate, que se va a caer la tele".
De ahí en adelante, para la entonces más Kleine Dianita, fue un día de lo más normal.
Un beso.
Pues muchas gracias por tu comentario, pero no deberías avergonzarte, hay momentos que a uno le impactan más que a otros, además, creo que para esas fechas, como bien dices... eras mucho más pequeña que yo (no por tantísimo, pa que no me vea yo muy poco "keline", pues yo tenía 4 añitos). Ahora que te leo, me acordé de esas veces en que me señalas que tengo memoria rara para archivar datos varios y además todas esas tonterías y cosas que a nadie le interesan... cierto, mis recuerdos del temblor deben ser producto de esas raras impresiones que me impactaron. Un saludo enorme, abrazo y gracias por la visita, esperándo verte muy pronto para nuestro prometido Té.
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