Thursday, June 21, 2007

A propósito de los cincuenta años de su muerte... (I)

La Odisea ha sido considerada la obra maestra de Nikos Kazantzakis (1983-1957), sin embargo aunque aclamada por muchos, es prácticamente un poema desconocido. Publicada en 1927, constituye una suma del pensamiento de su autor en torno al hombre contemporáneo; es el nuevo viaje que emprende Ulises una vez cansado de su regreso a la apacible Ítaca para revitalizarse con nuevas aventuras hasta encontrar la muerte en una barca solitaria en el Antártico.
El siguiente fragmento relata la muerte del padre, de Laertes, en su huerto como un retorno a las entrañas de la tierra.


Rapsodia II
(vv 460-573)


Caronte, ingenioso podador, corta el árbol y sabe
qué rama se ha marchitado y cuál habrá de florecer.

Aún no amanece y un viejo despierto antes de tiempo,
se arrastra por el patio. Frente a él, la anciana nodriza
-en su juventud durmió una víspera con ella dulcemente
después la dejó toda su vida tejiendo en el sótano-;
ahora que cuelga solo como un higo rancio,
Volvióla a tomar en compañía.
A esta anciana la toca hoy al alba,
y la mujer, acongojada, abre los ojos en la niebla azulada
y percibe la calva cabeza del amo,
vislumbra también dos alas negras caer sobre él:
“el pobre viejo sabe que lo alcanza la sombra de la muerte”,
piensa la anciana en secreto mientras se echa la mantilla en la cabeza.
Rápida, enciende el fuego y hierve menta perfumada
para que beba el viejecillo que tirita y tibie así su corazón;
pero él, en silencio, mira la puerta temblando de esperar.

La anciana adivina que se apresura en llegar al huerto
para rendir el alma a las santas raíces de los árboles.
Le echa encima un manto tibio, lo estrecha entre sus brazos y lo lleva,
atraviesan el atrio, descorren trémulos el cerrojo
y los dos, vacilantes, suben hasta el solar.

El alba llorosa pende temblando de las ramas,
el musgo perfuma la tierra y las hojas del olivo destilan rocío
y el brumoso amanecer solloza como infante en la cuna.
Un gran cuervo a la diestra pasó silbando con sus alas,
la mujer alza la cabeza maldiciendo la carroña,
pero tras él aparecieron otros y alegres graznaban en coro,
jugaban y se solazaban en sus cópulas, en la suave luz,
y ni al cadáver del viejo olisquearon ni escucharon a la pobre anciana maldecir.

Clareaba ya cuando alcanzaron la cerca del huerto,
ya despertaban al trabajo los esclavos
y en la húmeda brisa cantaban los gallos, el cuello bien erguido.
Cae el anciano y la mujer lo apoya entonces
en el olivo ancestral que custodia la entrada, y le da a beber de un cuenco
vino añejo para fortalecer sus rodillas.
El viejecillo sostiene el licor de vida con sus dos manos
y bebe trago a trago para vigorizar su corazón.
Volvió a tibiarse su ser en sus raíces, volvió la claridad a sus pupilas
y arrojó el entendimiento un último destello a la cabeza ya en tiniebla.
Ahora divisa su jardín amado; siente las manos gozosas
y despídese de todos sus árboles, en voz baja, hablándoles por sus nombres:
“mi dulce manzano con tus manzanas y tú mi higuera con tu miel,
y mi almendral, puro, y mi parra moscatel,
les digo adiós, bajo a la tierra y me deshago en sus raíces
como un fruto marchito, soy tan sólo una hoja seca que caigo”.

Agitando los rabos corrieron hacia él sus dos perros blancos,
se acercan al amo y gruñen, anhelantes.
Les tiende el anciano sus manos a las delgadas costillas
y aspira el perfume de la tierra al calor de los canes.

Cubiertos de niebla lucen los árboles enteramente florecidos
las abejas se arrojan sobre ellos y las ramas se mecen;
dos ovejas que crió el abuelo se acercaron balando
y buscan lamer las amadas manos conocidas.
El ciervo, cachorro, irguió con suavidad la cabeza,
reconoce al anciano y sus dos ojos, enormes, centellearon
y como príncipe camina altivamente a saludarlo,
y el viejo, como árbol generoso, a su sombra acogía a todos sus animales.
A su lado permanecía la mujer, lloraba y sabía
que el espíritu es una lámpara que alumbra y se apaga con el tiempo,
y que Laertes despedíase por vez postrera del mundo.

Un gran cuervo ya viejo, que había alimentado el abuelo
saltó también gozoso y se posó sobre el hombro derecho,
se estremeció el anciano al sentir el rudo graznido en sus oídos
cerró los ojos y sintió el pesado sudor recorrerle el cuerpo.
Lanzó entonces la nodriza un grito ronco, los criados se juntaron
dejando suelto el ganado en la pradera,
acudieron también los zagalejos con los bastones arqueados.
Rodean al amo los esclavos, detienen piadosamente sus rodillas secas
y sus gastadas manos para que no parta;
mas él, ya lejos, apoyó el cuello en el olivo viejo,
la mirada vacía viajaba hasta
el umbral del Hades y su rostro pálido tornaba
y despedíase mudo, sin dolor, del mundo de la tierra.

La nodriza se arrodilló lamentándose junto al moribundo:
“déjame enviar, señor, a un esclavo a dar aviso a tu hijo”.
Pero Laertes cerró los ojos y mordió su lengua
y con los dedos entumecidos detiene a la mujer.

Blandamente comenzó a lloviznar sobre los árboles floridos;
Abriéronse las flores, la tierra esparció su aroma, se posó un ruiseñor
en la copa del olivo y agitó sus alas empapadas.
El anciano dobló la cabeza, aspiró la tierra mojada.
Como un terrón del campo cuando ha llovido, su entendimiento se deshizo
y en su mente comenzaron a labrar los bueyes lentamente.
Tomó con fuerza la reja del arado, se hundieron sus pies en los surcos
y alondras, gorriones y cigüeñas volaron bajo clamando:
“rompe la tierra, abuelo, y árala de nuevo para que comamos”.
Él escuchaba a los pájaros, urgía a las bestias y sus entrañas
se abrían como la tierra alimentando a las aves.

Tales recuerdos y alegrías evocaba Laertes murmurando
y pesadamente abrió los brazos,
extendíalos al viento como el sembrador que esparce las semillas,
y la nodriza, adivinando el anhelo secreto del labrador
tomó unos granos en su pañuelo
y los vació en el regazo del amo, y él,
ciñó la sagrada semilla con sus manos temblorosas,
cobra vigor, sonríe en silencio y se reincorpora.

La tierra se ablandó con la llovizna y de los surcos
brotó el olor del estiércol en el campo.
El viejo se tambaleó y cuando alzó la mano
para arrojar la semilla a la tierra, tropezó y cayó,
se arrastró sobre el vientre, se levantó con las rodillas temblorosas,
y arrojó el trigo abriendo los brazos como si lo bendijera,
cayó de bruces sobre la tierra,
levantó la cara con las barbas llenas de barro espeso.
Los gorriones lo rodearon picoteando el suelo jubilosamente,
el viejo cuervo saltaba a la espalda del amo
y delante, los perros blancos lo precedían en la llovizna tenue.
De repente el arco iris hundió sus pies entre la hierba,
se colgó del aire e irradió todo dulzura,
se unieron cielo y tierra con un puente y cesó la llovizna.
Pero el anciano, embelesado en la semilla, no contemplaba ya el cielo,
intentó arrojar el último puñado mas resbaló de boca,y en la tierra humedecida hundió su cabeza como un último grano de trigo.

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